“Así que, yo de esta manera corro, no como a la ventura;
de esta manera peleo, no como quien golpea el aire, sino que golpeo mi cuerpo,
y lo pongo en servidumbre, no sea que habiendo sido heraldo para otros, yo
mismo venga a ser eliminado.” (1 Corintios 9:26, 27)
Nosotros, como cristianos debemos entender que no podemos divorciar la
vida física de la vida espiritual. No debemos pensar que lo que ocurre en el
plano físico tiene poco qué ver sobre lo que ocurre en el plano de las cosas
espirituales, y viceversa. De hecho, el Señor Jesús definió el gran mandamiento
como la necesidad de amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con
toda la mente y con todas las fuerzas. De esta manera nos dio a entender que
debemos involucrar a todo nuestro ser para cultivar nuestra relación con él.
Pablo también entendía este concepto. Sabía que su cuerpo podía llegar
a ser un problema si no lo hacía partícipe de su vida espiritual. Esto no
significaba que su cuerpo era malo, sino más bien que comprendía que los
efectos de la transformación que obra el Espíritu en nosotros deben también
afectar nuestro ser físico. Por esta razón, buscó disciplinar su cuerpo para
que este también viviera bajo el señorío de Cristo.
Pero, y eso ¿qué importancia tiene para nosotros? Piense en los
siguientes supuestos: usted se ha propuesto levantarse muy temprano para
procurar un tiempo a solas con Dios, pero en el momento en que suena el despertador
su cuerpo le avisa que requiere de al menos dos horas más de sueño. O usted se
prepara para sintonizar la transmisión en vivo del culto dominical y su cuerpo
le avisa que tiene flojera porque debe invertir más de una hora en eso y apaga
su dispositivo para ocuparse de otra cosa. O, cuando es oportuno comunicar el evangelio
a una persona nuestras piernas nos mandan señales de cansancio y preferimos
sentarnos para reposar. Nuestros cuerpos son, muchas veces, los que tienen la
palabra final en nuestras actividades espirituales. Se quejan, se duelen, se
lamentan por las experiencias a las cuales los sujetamos. La verdad es que
tenemos cuerpos poco acostumbrados al sacrificio. Si usted, sin embargo, le
vive prestando atención a lo que le dice su cuerpo, no podrá avanzar mucho en
las disciplinas de la vida espiritual.
Los cristianos, por naturaleza, debemos ser más disciplinados y
esforzados en las cosas espirituales. Es justamente esa característica lo que nos
identifica como personas capaces de seguir al Señor. Para que podamos crecer en
la práctica de una vida disciplinada, necesitamos enseñarle a nuestro cuerpo
que la última palabra en nuestra vida la tiene Jesucristo. Golpear al cuerpo y
ponerlo bajo servidumbre, es llevarlo por el camino no de lo que nos gusta,
sino de lo que nos hace bien. Pablo lo diría así: “Disciplino mi cuerpo como
lo hace un atleta, lo entreno para que haga lo que debe hacer” (v. 27 NTV).
Luche con su propio cuerpo, y póngalo en servidumbre. No podemos
dejarnos dominar por la flojera, la indiferencia o la autojustificación. No
debemos ser tan indulgentes con nosotros mismos. Debemos desgastar nuestros
cuerpos al servicio del Todopoderoso Dios.
EGT
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