“Bendito sea el Dios y Padre de
nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordias y Dios de toda consolación, el
cual nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que podamos también
nosotros consolar a los que están en cualquier tribulación, por medio de la
consolación con que nosotros somos consolados por Dios.” (2 Corintios 1:3, 4)
¿Qué pensaría usted de una persona que su vida se
ha caracterizados por trabajos, cárceles, azotes, varas, naufragios, fatigas,
hambre, sed, frío y desnudez? En realidad, habrá dos opciones. La primera pensaríamos
que todas esas experiencias han amargado su vida y vive en depresión profunda.
La segunda nos llevaría a pensar que todas esas experiencias le habrán capacitado
para enseñar a otros cómo enfrentar la crisis. Pues este es el caso del apóstol
Pablo narrado en el capítulo 11 de esta misma carta. Así que no es una simple
coincidencia que Pablo abra esta carta con la declaración que hoy leemos y que
nos sirven de ejemplo para los tiempos que vivimos.
Me encanta leer que Dios es “Padre de
misericordia y Dios de toda consolación”. Estas dos características ponen
en evidencia la esencia de su ser. Sabemos que el Señor ama a todos sus hijos
por igual, sin embargo, parece que tiene una especial compasión por los que
están en situaciones de angustia, injusticia, opresión o abandono. No nos
sorprende, en el Antiguo Testamento hemos leído cosas como: “El sana a los
quebrantados de corazón, y venda sus heridas” (Sal. 147:3). No sólo lo
hemos leído en las Escrituras, sino que sabemos que lo ha hecho con muchos de
sus hijos visitándolos en su momento de angustia y trayendo sobre ellos una
manifestación poderosa de su gracia.
Por otro, Pablo afirma que él puede consolar a
otros con esta misma consolación. Aquí debemos parar un poco. Seguramente, en estos
días nos tocará, en más de una ocasión, hablar con personas que están pasando
por momentos de profunda crisis personal. Los contagios, las muertes, la falta
de recursos, las enfermedades del alma, etc., han estado a la orden del día. Sin
embargo, en más de una ocasión usted también habrá transitado por ese mismo
camino. Notemos que el apóstol dice que él consolaba con el consuelo con que
había sido consolado.
El consuelo que sana es el que nace en la obra
sobrenatural de Dios. Para practicarlo, primeramente, nosotros tuvimos que
haberlo experimentado. No es suficiente que también hayamos pasado por pruebas.
Esto no nos capacita para consolar. Pero si hemos sido consolados por el Señor
mismo, conocemos de primera mano la tierna bondad del Señor. Al acercarnos a
otro que está atribulado, lo haremos con la misma sensibilidad, con la misma
ternura, y con el mismo cuidado que el Señor tuvo con nosotros.
En estos meses de pandemia ¿ha sido consolado por Dios?
Acérquese, entonces a otros en tribulación y diríjalos al “Padre de misericordia
y Dios de toda consolación”.
EGT
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