NO LOS QUITES DEL MUNDO

“Yo les he dado tu palabra; y el mundo los aborreció, porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del mal. No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo.” (Juan 17:14-16)

 Ahora más que nunca podemos experimentar el rechazo que tenemos en el mundo, nos sentimos ajenos y podemos entender cuando alguien nos pregunta: “¿Pues en qué mundo vives?” Pareciera que verdaderamente pertenecemos a un mundo diferente. Y desde luego que así es. Nuestra identidad no la encontramos aquí, nosotros pertenecemos a otro reino enteramente diferente. Las diferencias en los estilos de vida, en los valores y en los compromisos, se conjugan para poner en evidencia las faltas de los que están identificados con este presente siglo malo. El resultado es, para los que están en Cristo, conflicto y persecución, pero para los que no lo están es cómodo, seguro e indulgente. El apego y la proclamación de la Palabra de Dios han hecho que el mundo nos aborrezca, y esta es precisamente la señal de que no somos de este mundo y de que seamos rechazados.

 Nos llama la atención que el Señor Jesús le pide al Padre exactamente lo opuesto de lo que hubiéramos pedido nosotros: “No ruego que los quites del mundo” (v.15). Digo que es lo opuesto de lo que, instintivamente, haríamos nosotros, porque creemos siempre que lo mejor que le puede ocurrir al otro, si está dentro de nuestras posibilidades hacerlo, es que le evitemos pasar un momento de dificultad. El Señor aclara en su oración que los discípulos no son del mundo. Por esta razón no pretende en ningún momento que se sientan cómodos en este entorno. A pesar de esto, muchos hijos del Señor están dedicados a buscar la manera de pasarla lo más bien posible en la tierra, mientras caminan hacia la eternidad y eso es un problema.

Es por esto que la petición que Jesús le hace a su Padre: “No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del mal” cobra sentido. ¿Cuál es la razón de esta petición? La razón es que hemos sido llamados a cumplir una misión, no en otro lado, sino en la tierra donde vivimos. En primer lugar, no somos quitados del mundo con el propósito de continuar con la proclamación del Evangelio a todos los perdidos: “Como tú me enviaste al mundo, así yo los he enviado al mundo” (v.18). Pero por el otro, debemos combatir contra todo el mal que el mundo ama y que contraviene los mandatos del Señor. Esta es una parte esencial del llamado de todo discípulo de Cristo. No es posible cumplir este llamado si no estamos en el mundo, ¡precisamente rodeados de aquellas personas que nos rechazan!

 Debe causarnos un poco de tristeza, entonces, notar que la iglesia en muchas oportunidades se ha aislado del mundo, tomando refugio en una multitud de programas que tienen como objetivo bendecir a aquellos que ya han sido bendecidos, o simplemente con cumplir con las tareas de un cristianismo de cuatro paredes. Con frecuencia caemos en el error de influir en los que se convierten a Cristo, pues ni bien se han insertado dentro del cuerpo comenzamos a cortar todos los vínculos que tienen con la gente del mundo. Decimos que es para protegerlos de la influencia de los que andan en pecado. Lo que en realidad estamos haciendo es ir en contra de la oración de Cristo, que específicamente le pidió al Padre que no sacara a nadie del mundo.

 Más bien, debemos buscar la forma para que, estando activamente involucrados en el mundo, Dios nos guarde a todos del mal. Esto es lo que pidió Cristo, y no podemos hacer menos que eso. Si salimos del mundo, le hemos dado la espalda a nuestra vocación. Y sin vocación, no podemos ser discípulos de Cristo.

EGT

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