“Por tanto, amados míos, como siempre habéis obedecido,
no como en mi presencia solamente, sino mucho más ahora en mi ausencia, ocupaos
en vuestra salvación con temor y temblor, porque Dios es el que en vosotros
produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad.” (Filipenses 2:12,
13)
Los Reformados en general, pero los Presbiterianos en particular, abrazamos
la doctrina de la “perseverancia de los santos” con tanto ahínco que nadie
puede sacarnos de la verdad que encierra: “Una vez salvo, salvo por siempre”. Esta
es una gran verdad que encuentra su fundamento en las Escrituras mismas y debe
seguir siendo realidad en nuestras vidas. Sin embargo, aparecen expresiones
bíblicas que nos mueven para reflexionar sobre esta doctrina en particular: “Ocupaos
en vuestra salvación”.
Estamos muy acostumbrados en la iglesia contemporánea a pensar en la
salvación como un evento puntual de un solo momento en nuestro trayecto
terrenal. Llegamos a pensar en que ya soy salvo y así permaneceré hasta el fin
haga lo que haga o deje de hacer lo que tenga que hacer. Debo afirmar que,
efectivamente el Señor no me quitará lo que ya me dio. Pero ¿es que no debo hacer
nada más? Sí, debo entender la salvación como un proceso interminable mientras
dure mi vida en este mundo terrenal.
La verdad es que nuestro texto no es el único en el Nuevo Testamento
que presenta la salvación como un proceso. El apóstol Pedro declara: “…desead,
como niños recién nacidos, la leche espiritual no adulterada, para que por ella
crezcáis para salvación” (1 Ped. 2:2). El mismo Pablo, en Romanos,
explica que, “si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la
muerte de su Hijo, mucho más, estando reconciliados, seremos salvos por su vida”
(Ro 5:10). En 1 Corintios 15:2 afirma que la salvación solamente será
posible si “retenéis la palabra que os he predicado”.
La idea de que un solo acto define para siempre nuestra situación
espiritual apela a nuestra mentalidad moderna. Es producto de lo que podemos
llamar “cristianismo instantáneo”. Para los que creen de esta manera, la
salvación es similar a cualquier otro trámite que realizamos. La compra de una
casa, la tramitación de una línea telefónica o la inscripción de un hijo ante
el registro civil, no tenemos más que presentarnos y llevar a cabo la gestión.
Una vez que la hemos realizado no será necesario volver una y otra vez sobre
esto, pues el trámite ha sido concluido.
El asunto aquí es que no nos estamos refiriendo a una diligencia más en
la vida. Cuando hablamos de la salvación estamos haciendo referencia a una
realidad que pertenece a otro reino, que posee dimensiones esencialmente
distintas a las de este mundo. Creer que una persona puede ser salva
simplemente porque “aceptó” a Cristo en un determinado momento de su vida,
aunque ha vivido siempre como quiso, solamente revela la profundidad de nuestra
“pobreza espiritual” como seres humanos.
Pablo exhorta a que nos ocupemos en nuestra salvación, con temor y
temblor. La razón que da es que Dios produce en nosotros tanto el querer como
el hacer. Es decir, el apóstol intenta señalar que la transformación de nuestro
ser no es por obra nuestra, sino el producto de una intervención divina en
nuestras vidas. Como tal, puede asemejarse a la recepción de un regalo. El que
nos ha entregado el regalo pretende de nosotros que lo utilicemos, que hagamos
algo con aquello que nos ha sido entregado. La salvación no es un evento sino,
más bien, el llamado a un estilo de vida. Se espera de nosotros que nos
alineemos con ese cambio de estilo y vivamos conforme a los principios que Dios
ha establecido.
Recordemos que: “Si no hay santificación, probablemente nunca hubo
justificación” (RC Sproul).
EGT
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