“Y Jehová dijo a Josué: levántate; ¿por qué te postras
así sobre tu rostro?” (Josué 7:10)
No conozco a nadie que le guste perder. Nunca he escuchado un grito
eufórico de alguna persona o equipo que al experimentar la derrota exclamé ¡Sí,
perdimos! ¡Yei!, y se abracen unos a otros con gran alegría. Las derrotas son
muy serias para nosotros y cada vez las experimentamos más continuamente.
Planeamos algo y no nos sale, invertimos y perdemos, tomamos los asuntos en
nuestras manos y somos derrotados. No hemos sido preparados para vivir con el
fracaso. Incluso nuestro lenguaje cristiano nos demanda que avancemos de
victoria en victoria, sin embargo, cuando experimentamos la derrota en
proyectos personales o grupales, el valor que tenemos de nosotros mismos se ve
afectado y con mucha facilidad nos llenamos de cenizas, rasgamos nuestras
vestiduras y nos metemos en una situación de desánimo y pesimismo.
En el pasaje de referencia vemos a los israelitas eufóricos por el
tremendo triunfo que Dios les había concedido sobre la indestructible fortaleza
de Jericó. Se habían lanzado confiadamente a conquistar un pueblito que no
tenía ni la décima parte del tamaño de Jericó, y con un ejército más pequeño
para que el pueblo no fuera fatigado. Intoxicados por la derrota de Jericó, los
israelitas vieron como presa fácil el próximo objetivo militar de la conquista,
el pueblo de Hai.
La derrota fue vergonzosa, los tres mil guerreros huyeron pues fueron “completamente
derrotados” (v. 4 NTV). Ahora el resultado fue diferente pues: “el
corazón del pueblo desfalleció y vino a ser como agua” (v. 5). La derrota
nunca es tan amarga y difícil de digerir como cuando estábamos seguros de que
todo iba a ser un mero trámite. Josué se sintió profundamente desilusionado,
hasta traicionado. Se tiró en el piso y exclamó con amargura: “¡Ojalá nos
hubiéramos quedado al otro lado del Jordán!” (v. 7).
Estoy completamente seguro de que todos nosotros hemos experimentado
algunas derrotas por las decisiones que hemos tomado. Una frase de nuestra
cultura en estos casos dice que “hay que aprender de los errores”, sin embargo,
no hay camino para tomar que pueda deshacer lo que ya hicimos y que nos llevó a
la derrota. Cuando estamos tumbados, debemos ponernos de pie y resolver lo más
rápido posible la situación que nos llevó a caer. Por esta razón, el Señor le
preguntó a Josué: “¿por qué te postras así sobre tu rostro?” (v. 10). Lo
animó a levantarse y hacer lo que tenía que hacer: limpiar al pueblo de su
pecado.
Cuando caemos, el enemigo pretende que nos mantengamos en ese estado de
lamento por la derrota, sintiendo lástima por nosotros mismos y renegando por
la situación que nos llevó a esa situación. Pero el Señor nos quiere de nuevo
de pie. Si tenemos cosas que confesar, confesémoslas. Si tenemos que enfrentar
a una persona, enfrentémosla. Si debemos corregir alguna acción en la que nos
equivocamos, corrijámosla. Si debemos dejar de mirarnos a nosotros mismos con
lástima, hagámoslo. Pero no perdamos mucho tiempo lamentándonos por la derrota
sufrida.
Una vez que Josué escuchó al Señor con claridad, se levantó, hizo
exactamente lo que Dios le instruyó y experimentó la victoria. Si estamos
derrotados por alguna situación en particular, vengamos a las Escrituras y
escuchemos la nítida voz del Señor. Tomemos fuerza y continuemos. Si acatamos
las disposiciones de nuestro Dios, ahora sí experimentaremos la victoria.
EGT
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