LA LUZ DEL MUNDO
“Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida.” (Juan 8:12)
Existen personas que
viven encarceladas en una especie de oscuridad impenetrable. Es posible que estén
siendo derrotados por algún vicio, por alguna sensación de ansiedad o
desesperación, por una mente impura llena de pensamientos impropios, o por
temores infundados por los aconteceres del mudo que espantan cada vez más. La
oscuridad produce desorientación, confusión, temor, tropiezos. No cabe duda, el
pecado oscurece nuestro corazón y nos atrapa como en una red de desolación.
Así es, querido
hermano. Y es posible que usted, que está leyendo este escrito, esté pasando
por alguna situación como las aquí descritas. Quizá se ha sumado al dicho popular
que dice: “No veo la luz al final del túnel” y eso le hunda más en lo que las
Escrituras llaman “el pozo de la desesperación, del lodo cenagoso”
(Sal. 40:2). Este tipo de situaciones no nos dejan ver más allá de nuestra propia condición
y caminamos errantes, tropezando por todos lados y, al hacerlo, nos lastimamos
cada vez más.
Sin embargo, venimos
a la Biblia y encontramos al Señor Jesús dándonos esta joya: “Yo
soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino tendrá la
luz de la vida” (v.12). No es la primera vez que tenemos esta referencia
de que Jesús es Luz. El evangelista Juan dijo: “Aquella luz verdadera, que
alumbra a todo hombre, venía a este mundo” (Juan 1:9), y el mismo Señor lo
menciona de otras maneras: “Entre tanto que estoy en el mundo, luz soy del
mundo” (Juan 9:5), “Yo, la luz, he venido al mundo, para que todo aquel que
cree en mí no permanezca en tinieblas” (Juan 12:46). No cabe duda, la contundencia
de esta afirmación debe llamar nuestra atención hacia nuestro Señor Jesucristo.
Lo que aquí vemos es que,
en medio del género humano oprimido por el pecado, expuesto al juicio y
necesitado de salvación, el Señor se destaca como la fuente de la iluminación
de los hombres en cuanto a asuntos espirituales y de la salvación eterna de los
hijos de Dios. Él dice de sí mismo que es la luz del mundo; es decir, al ignorante le anuncia sabiduría; al
impuro, santidad; a los tristes, gozo, y a los desesperados y ansiosos,
esperanza. Seguir la luz, o sea a
Cristo, significa confiar en él y obedecerle. Significa creer en él y por
gratitud guardar sus mandamientos. El hombre debe seguir la dirección de la
luz: no se le permite trazar su propio curso a través del desierto de esta
vida. Los
verdaderos seguidores no sólo no andarán en la oscuridad de la ignorancia moral
y espiritual, de la impureza, y de las tinieblas, sino que alcanzarán la luz.
Como lo afirma el profeta: “No habrá más obscuridad para los que están
ahora en angustia… El pueblo que andaba en tinieblas vio gran luz… Porque un
niño nos es nacido, hijo nos es dado” (Isaías 9:1,2,6).
La clave, amado
hermano, es desconfiar de nosotros mismos y dejar de caminar nuestra propia
ruta de desorientación y confusión. ¡Deje ya de tropezarse! Ya lo ha
experimentado muchas veces, ha caminado de acuerdo a su propia sabiduría y a
sus conclusiones personales y ha resultado más lastimado. El Señor ha dicho con
toda claridad, “el que me sigue, no andará en tinieblas, sino
que tendrá la luz de la vida”. Cristo vino al mundo para que todo el que crea en
Él no permanezca en tinieblas, y hermano, si usted es del Señor, no debe
permanecer en tinieblas, pues el que mora en usted le alumbrará el camino en
santidad y le dejará ver “la luz al principio, en medio y al final del túnel”,
le alumbrará toda la ruta hasta el final. ¡Sigamos a Jesús!
EGT
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